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Sombras

La noche fue densa, espesa y fría; el vino ligero, a veces, cerezo, a veces, sanguinolento. Dulce. Barato. Las palabras fueron lejanas, distantes, ausentes. Estaba solo, apocado y malogrando el sueño. Al cerrar las cortinas todo fue negro. Después, penumbra. Después, sombras. En la pared saltó la sombra borrosa de una liebre. Parecía una liebre por las orejas largas que se prolongaban temblorosas. Para ser sincero, parecía liebre porque esa palabra apareció en mi mente ante la súbita aparición. Pero pensé en un conejo.

Tenía los ojos clavados en la liebre pero pensaba en un conejo. El conejo degollado que pintaba el compañero pintor que nunca volví a ver. Recordé siete de sus cuadros como láminas escolares en los que se impartía las instrucciones para matar a un conejo. Los siete conejos eran uno desplegado en el tiempo, el conejo moría y resucitaba ó era sacrificado, no lo recuerdo. Si recuerdo que era blanco, no como la liebre negra que veía en esa noche. Blanco de pelaje que a ratos se antojaba mancha, guante usado que cuelga inerme sobre una cuerda y un número, el tres. Advertí un leve movimiento en las orejas de la liebre.

La liebre se volvía cada vez más gris. Ahora ya pensaba (¿evocaba, recordaba, vislumbraba?) no en uno sino en diez conejos. Era el recuerdo de una imagen que provenía de las palabras; las palabras de una carta, la misiva que Cortazar le escribe a la señorita Andrée. Miré los diez conejos, casi todos blancos, reposando en su “noche diurna” del armario. ¿Cómo serán las arcadas que produce una pelusa cuesta arriba, entre la garganta, antes de nacer? ¿Darán arcadas? Pasé saliva con estas preguntas que me devolvieron a la liebre.

La liebre despareció. Y su ausencia me llevó al amanecer de hace tantos años cuando mi hermana dormida, asfixió de cariño a su conejo Spencer y nos despertó a todos con el grito seco y dolorido: lo maté, lo maté.

Me levanté entre dormido y al descorrer las cortinas mire de soslayo a la pared, presentí su trémula presencia. Sentí que de pronto estaría por ahí agazapada, gris y con las orejas gachas, presta para volver a saltar al teatro de las sombras, pero ya era el día.

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