Una vela no se apaga soplándola, me advirtió con una voz suave pero decidida. Se deben llevar los dedos y humedecerlos dentro de la boca para oprimir el pulgar y el índice sobre la llama. una vez pronunciado esto, apagó el fuego. El sonido chispeante del contacto de los dedos con el pabilo sentenció la oscuridad y nos quedamos en silencio. Al cabo de unos minutos me confirió un secreto: si soplas la vela los espíritus comienzan a acechar. Me encogí de hombros y nos marchamos. La idea se clavó en mi mente como un augurio más.
Meses después ella regresó y en medio de una alegre charla, acerqué junto a mis labios que sostenían un Marlboro, el candelabro de madera con una vela amarilla encendida que nos iluminaba el rostro y enseguida ella abrió los ojos con espanto, sus brillantes labios rosa formaron un circulo y unos segundos después de aspirar un poco el aire, dijo ¿qué haces?, la miré con el gesto de ironía que tanto le fastidiaba y encendí el cigarrillo.
Nos miramos intentando volver a la conversación pero era imposible, su cara no dejaba el pasmo y cuando pregunté que pasaba, miró la vela y me dijo como si entregara una noticia trágica que no era capaz de decírmela en la cara: Acaso no sabes que encender un cigarrillo con una vela ahuyenta los espíritus. No fui capaz de decirle lo que pensaba (que esa superstición le quedaba muy mal, ridícula) y luego de asentir sin mayor convicción pretendí rescatar el tema que tocábamos antes de que se molestara. Desde entonces en los sencillos actos ante las velas encendidas (que dejaron de ser automáticos) me martilla en la mente una pregunta ¿los invoco o los espanto?